miércoles, 7 de septiembre de 2011

Amanda y el sueño

Amanda amaba escribir, y por lo general lo hacía en plena madrugada y en pijamas, luego de haber intentado dormir por un largo rato. Cuando Amanda no podía dormir no era por falta de sueño, sino por exceso de pensamientos. Sus desvaríos mentales revoloteaban por algunos inhóspitos recuerdos de infancia, mezclados con el último acontecimiento del día, algún beso apasionado –siempre había un beso apasionado entre los recuerdos nocturnos de Amanda- y alguna que otra situación humillante, de esas que nunca faltan, con su respectiva evaluación e intento de abandonarla sin más.

Amanda no paraba de pensarse y repensarse y la antesala al sueño era el ámbito perfecto para tal actividad. También lo eran los viajes; el letargo de la pampa gringa la inspiraba, acompañándola cómplice y silencioso. Sabiéndose fiel no ofrecía interrupciones ni distracciones, casi no emitía opinión, era simplemente una suerte de escolta de sus recuerdos y reflexiones, pura extensión, pura expansión, de tierra, de cielo y de nostalgia.

Cuando Amanda no podía dejar de pensar y la cabeza se le inundaba de ideas y memorias, se levantaba en plena noche a escribir. Como ya era típico en ella, escribir le generaba placer y angustia a la vez, tanto como discutir sobre política o hacer el amor. Todas actividades que despertaban su más profunda pasión y, al mismísimo tiempo, su más desenfrenado pánico. Es que cuando Amanda sentía que debía (de)mostrar frente a los demás sus competencias, habilidades o sus estratos más esenciales e intensos, un sudor frío corría por sus venas sacudiéndola de miedo. Amanda bien sabía que podía defender su postura ideológica con argumentos sólidos, bien sabía que podía desplegarse como mariposa en la cama de cualquier tipo y estremecerse, y estremecer, y disfrutarse hasta que la boca se le haga agua y la espalda un eterno campo minado de fibras sensibles. Amanda lo sabía, pero tal entrega rozaba peligrosamente el fracaso y allí radicaba su angustia. ¿Y si no puedo?, primero. ¿Y si puedo?, después.

Aún así Amanda amaba escribir. Elegir entre la hermosa inmensidad de recursos retóricos, colores, sonoridades y espesuras que ofrece nuestra lengua –con sus erres y sus eñes, sus acentos tan gestuales, sus perfectas hileras de fonemas que dan vida a magistrales conjunciones como torbellino, durazno, pájaro y camote, hilarante, axila, estrafalario, alcaucil, alguacil, almíbar y marsupial, bicicleta, pezón, aguayo, maní, río, ombú, utopía y canción, con sus respectivos pesos significantes y apropiaciones diversas, sus palabras compuestas y sus onomatopeyas, sus vocales, sus ve cortas, sus diéresis y diptongos- era para Amanda un regocijo infinito. Los caminos eran diversos y ninguno llevaba al mismo lugar, comprenderse lo suficiente para saber qué decir y cómo decirlo era el desafío. Aún así, Amanda era conciente de que una vez echadas al vuelo sus poesías, ella y sus minuciosas elecciones lingüísticas desaparecerían por completo vencidas por subjetividades azarosas y movedizas que harían de sus palabras cuánto les plazca, almas solitarias que anclarían su angustia en versos ajenos buscando encontrarse en ellos, salvarse un poco, desesperadas por ser comprendidas, por aliviar el dolor.

Amanda escribía para ella y aliviaba su dolor; lo demás la tenía casi sin cuidado. Claro que a la mañana siguiente ya todos sus escritos le parecían una verdadera porquería. Sospechaba que había algo de morbo en eso de odiarse repentinamente, en eso de desencantarse de sí misma incansablemente.

Lo que no sospechaba, lo que ni siquiera imaginaba ni en el más recóndito de sus recovecos era que, tal vez, era simplemente una excusa para nunca dejar de escribirse.

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