miércoles, 7 de septiembre de 2011

Amanda y el ómnibus

Era tal su preocupación por saberse linda o fea que Amanda clasificaba a toda persona que subiese al colectivo según cánones de belleza que, aún sabiéndolos inventados en su totalidad por ella, le resultaban absolutos e universales. Estándares complejos y sólidos alimentados durante años por programas berretas de televisión y una preadolescencia turbada.

Amanda clasificaba de modo casi perverso y sabiendo que se trataba de un patético e irrisorio ejercicio, pero le brotaba de los poros. Es que Amanda sentía que todos los pasajeros del ómnibus la miraban y la encasillaban: linda/fea. Todos, todo el tiempo. La miraban y la juzgaban.

Le pesaba tanto soportar tal sensación que se le inundaba el corazón de resentimiento y angustia: ustedes me juzgan, yo también entonces, pensaba. Círculo infinito e irreal, ideado al aire por sus intrincados vericuetos craneales. Prejuicio venenoso, arcada de rabia.

Su actividad era maliciosa y superflua, Amanda bien lo sabía, pero no podía dejar de enviciarse con la futilidad de creer que era posible clasificar a las personas según esquemas de belleza rígidos y cuya única motivación era la azarosa disposición de rasgos físicos. Y peor aún –y leitmotiv de toda esta intrincada cuestión-, no podía renunciar a la placentera angustia de pensar que todos, absolutamente todos en ese colectivo, la estaban juzgando a ella.

Contrariado revoltijo de emociones sufría Amanda, víctima de un Narciso siniestro sediento de atención, que la ubicaba al centro de las miradas ajenas, e inmersa a su vez en la más cruel e insoportable sensación de fragilidad y desestima.

Amanda era –¡to be or not to be!- en comparación con los demás. Poco había en ella de ella misma, Amanda se transformaba a cada instante, con cada mirada evaluativa, con cada prejuicio banal. Amanda era lo que los demás creían que era. O, peor aún, Amanda era lo que ella creía que los demás creían que era. Pura fragmentación, metamorfosis instantánea. Víctima de sus propias telarañas se sumergía en el cansador y frustrante trabajo de reinventarse a cada momento, siendo una especie de marioneta manipulada por ella misma, lejos de su esencia.

El espejo, mientras tanto, le devolvía todas las mañanas el mismo rostro.

Abatido.

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