jueves, 29 de septiembre de 2011

La clave del éxito

Con la palabra miedo

podría dar cátedra.

De miedo.

Qué es el miedo.

Cómo se construye.

Cómo se alimenta.

Cómo se transforma.

Quienes son el miedo.

Quienes no.

Qué le sienta mejor al miedo

(el negro, el azul marino, el verde petróleo).

Cómo hacer para efectivizar el miedo.

Cómo ramificarlo en cada vez más pequeñas y escurridizas partecitas.

Cómo combinarlo

para que tales partecitas

(ahora llamadas micro-miedos)

trabajen en equipo,

asociadas,

y construyan estructuras tan sólidas y perdurables

que ni usted mismo podrá creer

que aquello tan estable y prolijo

ha sido fruto de su esfuerzo.

Cómo se engendra.

Cómo evoluciona.

Cómo oscila entre variables estándares.

Cómo muta, cómo se invierte, cómo se deforma, cómo se sofistica, cómo se reemplaza, cómo se separa, cómo se organiza y se aglutina.

Cómo se falsifica, cómo se disimula, cómo se seduce, como se armoniza, cómo se encadena, cómo se unifica, cómo se gradúa y masifica.

Con la palabra miedo

podría dar cátedra.

De miedo.

Y porque no,

de marketing.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Amanda y el ómnibus II

Si esta es linda, yo soy linda entonces. Esta es fea. Fea. Fea. Esta es re linda, es más linda que yo. Entonces, yo soy fea. Fea. Fea. Fea. De la fila de asientos individuales, ¿yo soy la más linda o la más fea? Esta es linda pero gordita, por suerte yo soy flaca. Aunque si me miro de costado en el espejo tengo panza y poco culo. Y si me río fuerte se me nota la papada, y los cachetes se me inflan. No soy gorda, soy grandota. Como me decía mi vieja cuando era chica y de la fila del colegio era la última y tenía más tetas que cualquiera de mis compañeras. Sos grandota, tenés huesos grandes, no sos gorda. Pero si me río fuerte se me nota la papada, ¿y mirá si Lautaro me ve reír y de golpe dejo de gustarle? Porque tanta papada lo abruma, o le da asco. Esta señora debió de haber sido linda de joven. Qué pibe feo. ¿Qué pensará de mí el que está sentado atrás de todo cuando me baje del colectivo? ¿Pensará que estoy buena? -¿acaso algún tipo pensará que estoy buena?- ¿Tendrá ganas de cogerme? O capaz se pierde mirándome las piernas, tengo algunos pelos, no me depilé bien ayer. ¿Mirá si me ve los pelos? Mejor me paro ya casi sobre la esquina así el tipo no tiene tiempo de verme las piernas y descubrir que las tengo peludas. Capaz ni ganas de mirarme tiene, por fea. Con los problemas de autoestima que tengo si tuviese la cara de esa chica que acaba de subir creo que me suicidaría sin más. Este pibe es lindo pero seguro piensa que yo soy fea. Uy, casi me pierdo la parada.

Amanda y el ómnibus

Era tal su preocupación por saberse linda o fea que Amanda clasificaba a toda persona que subiese al colectivo según cánones de belleza que, aún sabiéndolos inventados en su totalidad por ella, le resultaban absolutos e universales. Estándares complejos y sólidos alimentados durante años por programas berretas de televisión y una preadolescencia turbada.

Amanda clasificaba de modo casi perverso y sabiendo que se trataba de un patético e irrisorio ejercicio, pero le brotaba de los poros. Es que Amanda sentía que todos los pasajeros del ómnibus la miraban y la encasillaban: linda/fea. Todos, todo el tiempo. La miraban y la juzgaban.

Le pesaba tanto soportar tal sensación que se le inundaba el corazón de resentimiento y angustia: ustedes me juzgan, yo también entonces, pensaba. Círculo infinito e irreal, ideado al aire por sus intrincados vericuetos craneales. Prejuicio venenoso, arcada de rabia.

Su actividad era maliciosa y superflua, Amanda bien lo sabía, pero no podía dejar de enviciarse con la futilidad de creer que era posible clasificar a las personas según esquemas de belleza rígidos y cuya única motivación era la azarosa disposición de rasgos físicos. Y peor aún –y leitmotiv de toda esta intrincada cuestión-, no podía renunciar a la placentera angustia de pensar que todos, absolutamente todos en ese colectivo, la estaban juzgando a ella.

Contrariado revoltijo de emociones sufría Amanda, víctima de un Narciso siniestro sediento de atención, que la ubicaba al centro de las miradas ajenas, e inmersa a su vez en la más cruel e insoportable sensación de fragilidad y desestima.

Amanda era –¡to be or not to be!- en comparación con los demás. Poco había en ella de ella misma, Amanda se transformaba a cada instante, con cada mirada evaluativa, con cada prejuicio banal. Amanda era lo que los demás creían que era. O, peor aún, Amanda era lo que ella creía que los demás creían que era. Pura fragmentación, metamorfosis instantánea. Víctima de sus propias telarañas se sumergía en el cansador y frustrante trabajo de reinventarse a cada momento, siendo una especie de marioneta manipulada por ella misma, lejos de su esencia.

El espejo, mientras tanto, le devolvía todas las mañanas el mismo rostro.

Abatido.

Amanda y el sueño

Amanda amaba escribir, y por lo general lo hacía en plena madrugada y en pijamas, luego de haber intentado dormir por un largo rato. Cuando Amanda no podía dormir no era por falta de sueño, sino por exceso de pensamientos. Sus desvaríos mentales revoloteaban por algunos inhóspitos recuerdos de infancia, mezclados con el último acontecimiento del día, algún beso apasionado –siempre había un beso apasionado entre los recuerdos nocturnos de Amanda- y alguna que otra situación humillante, de esas que nunca faltan, con su respectiva evaluación e intento de abandonarla sin más.

Amanda no paraba de pensarse y repensarse y la antesala al sueño era el ámbito perfecto para tal actividad. También lo eran los viajes; el letargo de la pampa gringa la inspiraba, acompañándola cómplice y silencioso. Sabiéndose fiel no ofrecía interrupciones ni distracciones, casi no emitía opinión, era simplemente una suerte de escolta de sus recuerdos y reflexiones, pura extensión, pura expansión, de tierra, de cielo y de nostalgia.

Cuando Amanda no podía dejar de pensar y la cabeza se le inundaba de ideas y memorias, se levantaba en plena noche a escribir. Como ya era típico en ella, escribir le generaba placer y angustia a la vez, tanto como discutir sobre política o hacer el amor. Todas actividades que despertaban su más profunda pasión y, al mismísimo tiempo, su más desenfrenado pánico. Es que cuando Amanda sentía que debía (de)mostrar frente a los demás sus competencias, habilidades o sus estratos más esenciales e intensos, un sudor frío corría por sus venas sacudiéndola de miedo. Amanda bien sabía que podía defender su postura ideológica con argumentos sólidos, bien sabía que podía desplegarse como mariposa en la cama de cualquier tipo y estremecerse, y estremecer, y disfrutarse hasta que la boca se le haga agua y la espalda un eterno campo minado de fibras sensibles. Amanda lo sabía, pero tal entrega rozaba peligrosamente el fracaso y allí radicaba su angustia. ¿Y si no puedo?, primero. ¿Y si puedo?, después.

Aún así Amanda amaba escribir. Elegir entre la hermosa inmensidad de recursos retóricos, colores, sonoridades y espesuras que ofrece nuestra lengua –con sus erres y sus eñes, sus acentos tan gestuales, sus perfectas hileras de fonemas que dan vida a magistrales conjunciones como torbellino, durazno, pájaro y camote, hilarante, axila, estrafalario, alcaucil, alguacil, almíbar y marsupial, bicicleta, pezón, aguayo, maní, río, ombú, utopía y canción, con sus respectivos pesos significantes y apropiaciones diversas, sus palabras compuestas y sus onomatopeyas, sus vocales, sus ve cortas, sus diéresis y diptongos- era para Amanda un regocijo infinito. Los caminos eran diversos y ninguno llevaba al mismo lugar, comprenderse lo suficiente para saber qué decir y cómo decirlo era el desafío. Aún así, Amanda era conciente de que una vez echadas al vuelo sus poesías, ella y sus minuciosas elecciones lingüísticas desaparecerían por completo vencidas por subjetividades azarosas y movedizas que harían de sus palabras cuánto les plazca, almas solitarias que anclarían su angustia en versos ajenos buscando encontrarse en ellos, salvarse un poco, desesperadas por ser comprendidas, por aliviar el dolor.

Amanda escribía para ella y aliviaba su dolor; lo demás la tenía casi sin cuidado. Claro que a la mañana siguiente ya todos sus escritos le parecían una verdadera porquería. Sospechaba que había algo de morbo en eso de odiarse repentinamente, en eso de desencantarse de sí misma incansablemente.

Lo que no sospechaba, lo que ni siquiera imaginaba ni en el más recóndito de sus recovecos era que, tal vez, era simplemente una excusa para nunca dejar de escribirse.

Amanda y el tiempo

Desmenuzar su dolor, en pequeñísimas partecitas bien detalladas y concretas, era demasiado angustioso. Esbozarlo apenas, como una pincelada al aire de pintura gris, era demasiado poco catártico, demasiado poco. Amanda no sabía qué hacer con su llanto. Amanda no entendía qué hacer con su llanto. Quería escribirlo, pero mientras lo decidía ya le parecía una mala idea. Quería soltarlo, pero era tanto…

Su tiempo era la frustración misma, inmunda sensación que se actualizaba a cada paso. No había presente, sólo impotencia.

Amanda no podía hacer, y peor, no podía decir.

El mismo fluir incesante del tiempo se le hacía pesado, insoportable; de tan inevitable, inaguantable. Caldo espeso y caliente, pantanoso, amargo.

Amanda de a ratos era una simple existencia -inmóvil, inútil-, bolsa de carne, manojo de huesos, existencia vacía, hueca, desapercibida, a la que los días le pasaban rozando y ya ni la piel se le erizaba.

lunes, 11 de julio de 2011

Detesto a los intelectuales

Ese vicio patético de citar autores.
¿Y vos cuándo vas a decir algo?

jueves, 7 de julio de 2011

Día de furia

Hoy es uno de esos días en los que la idea de salir a matar gente deja de ser un absurdo.

lunes, 4 de julio de 2011

¡Ey,
loca de mierrrrrrrda!



¡Amigate con la contradicción!

Qué lindo que sos con capucha

Tengo 47 mensajes de texto para vos
en la casilla de no enviados.

jueves, 30 de junio de 2011

Estadísticas del blog

Venía bien...en junio se pudrió todo.